Rodrigo Restrepo Ángel
(Guru Dip Singh)
rodrestrepo@gmail.com
Crónica de dos días en el corazón de un pueblo que rige su vida según la ley de la armonía y la fuerza espiritual del pensamiento.
Lo primero que sorprende es el cielo. Un cielo de un azul tan potente que te inunda las pupilas, un cielo que desciende y entra profundo en la tierra. Las montañas lo abrazan y lo reciben generosas y amantes. No hay una sola nube. Sabemos que no estamos en un lugar común, en una sierra cualquiera.
La Sierra Nevada de Santa Marta es la más alta formación montañosa junto al mar y tiene el pico más elevado de Colombia, a 5.775m sobre el nivel del mar. Cubre un área de más de 17.000km2, es decir, casi tres veces el tamaño de, por ejemplo, Palestina. Sin embargo, a diferencia de esta, la Sierra es quizás uno de los lugares más pacíficos de la tierra, aún cuando se encuentre ubicada en medio del complejo panorama geopolítico colombiano.
Observas la ladera y la mirada se desliza tranquila. Las casitas de tierra con techo de paja no interrumpen el paisaje: de hecho, lo embellecen. Y, de pronto, aparecen, aquí y allá, figuras humanas vestidas de blanco, con mochilas tejidas de fibra vegetal en sus hombros y unos gorritos que alargan sus coronillas. Mascan la hoja sagrada de la coca. Viven en otra coordenada de espacio y de tiempo.
El origen de los arhuacos se pierde en la memoria. La teoría oficial dice que provienen de los antiguos Tairona, un pueblo guerrero que fue exterminado con la llegada de los españoles. Sin embargo, hay quien argumenta que son descendientes de los mayas. Otros, más avezados, sostienen que vienen de las estrellas. Ellos, por su parte, se consideran a sí mismos, así como a sus pueblos hermanos wiwa, kankuamo y kogi, como los Hermanos Mayores. Son los encargados de mantener el equilibrio en la Tierra. Desde hace muchos siglos, viven en un relativo y voluntario aislamiento de la sociedad occidental. Se dedican a cuidar de la Sierra y de una sociedad regida por la ley de la armonía y por la fuerza espiritual del pensamiento.
Apenas llegas a Nabusímake sientes como si te quitaras una pesada capa electromagnética de los hombros y la cabeza. Nabusímake es la capital del pueblo arhuaco, uno de sus lugares más sagrados y un centro poblacional que abriga a unas 6.000 personas. El río que la atraviesa es de una pureza helada, y las pequeñas casas aparecen cada cien o doscientos metros. La atmósfera es leve y sientes como si pesaras menos. Un gran silencio lleno de vida y vibración habita la Sierra. Claro, no hay ni ordenadores ni televisores, ni celulares ni coches. Todo el sistema de vida arhuaco se basa en cuidar la calidad de los pensamientos. De repente, la mente se despeja y los pensamientos resuenan nítidos en la consciencia, sin distorsión o interferencia, como si estuvieras bajo una gran cúpula de puro espacio mental.
Bajamos del coche y nos sentamos en la hierba. Varios de nosotros caen de inmediato en un sueño profundo. Los demás solo podemos guardar silencio y sentir en gratitud la Presencia de este lugar mágico. Aparecen muchos niños por el camino. Están saliendo de la escuela, en donde aprenden asignaturas básicas y fortalecen sus conocimientos y oficios ancestrales. Son muchos niños, todos vestidos de blanco, descalzos y con los cabellos largos. Se sientan y deben hablar de alguna cosa en voz muy baja. Nos miran y nosotros los miramos. Les sonreímos y ellos nos sonríen.
Para los arhuacos la naturaleza y la sociedad están regidas por una sola Ley Sagrada: la Ley de Origen, inmutable y preexistente a todo. Es el pensamiento universal, el origen tanto del universo manifiesto como del invisible. Esta Ley, que es pensamiento puro, se transforma en ley natural, la cual da origen a la materia y a la naturaleza con su evolución, su equilibrio y armonía. También es la fuente de las reglas que rigen a los hombres y a la sociedad en su conjunto. La salvaguarda y el cuidado de esta Ley es la razón de ser de los Mamos, las autoridades espirituales del pueblo arhuaco. Los Mamos son filósofos, sacerdotes, médicos y consejeros prácticos, individuales y comunitarios. Su presencia es la piedra angular de la sociedad arhuaca.
Unas horas después de nuestra llegada estamos frente al Mamo Kuncha, un hombre pequeño y macizo, con la piel color tabaco curtida por los elementos. Está siempre mirando al horizonte, sentado sobre una piedra, a la sombra de un árbol, con su dignidad de autoridad social y espiritual bien puesta en la frente. Tiene la mirada inteligente y los músculos tónicos. Sonríe a menudo. Su edad es indescifrable y, cuando habla, las palabras le salen del fondo del pecho, como le sale el canto a un pájaro. Lo hace con ritmo y precisión, llenando de fuerza y alma cada palabra.
El Mamo es diligente, pero no servil. Escucha nuestras preguntas, pero no necesariamente las responde. No se trata de una entrevista: es más una suerte de ceremonia espontánea en la naturaleza. El oficio del Mamo es ‘pensar’ (arunei, dicen en lengua), pero el Mamo piensa con un pensamiento más profundo que el pensamiento. Nosotros diríamos que el Mamo intuye y actúa desde su intuición profunda. Él armoniza todo lo que está fuera de lugar en los planos sutiles. Cuando conversamos con él, nos damos cuenta de que no tiene el más mínimo interés en saciar nuestra sed intelectual. La espiritualidad arhuaca es una espiritualidad de vivencias, no de conceptos. Por lo tanto, lo que busca es que vayamos más allá de nuestras preguntas y comprendamos nuestras inquietudes existenciales desde una perspectiva más profunda, en conexión con una ley y un propósito más amplios que nosotros mismos.
Alguien le consulta sobre su misión en la vida. “Si tú estás en tu casa, con tu familia, y te sientes bien, entonces allí estás cumpliendo tu misión”, dice del Mamo. “Pero si viajas y conoces muchas personas y haces muchas cosas y así te sientes bien, entonces allí estarás cumpliendo tu misión. Si sientes la necesidad de alejarte un poco y estar solo en la naturaleza, meditando, y es así como te sientes bien, pues entonces es de ese modo que cumples tu misión. Entonces, llega un momento en el que empiezas a sentir el sufrimiento del agua, el sufrimiento del viento y de la tierra. Es porque tu misión comienza a ser la de sanar el planeta”.
“¿Qué ocurre después de la muerte?”, pregunta otro de nosotros. Y el Mamo responde: “Todos nacemos con una misión para desarrollar en el mundo. Vivimos en dos líneas que son como dos hilos que se entretejen. Una es tu vida en el mundo, en el cuerpo. La otra es el desarrollo de tu valor humano, tu vida espiritual. Si dejas pendiente una de las dos, entonces te quedarán siempre cosas por resolver y esas cargas pasarán a tus descendientes”.
“¿Creen ustedes en la reencarnación?”. “No exactamente”, responde. Calla un instante y entonces explica: “El espíritu no se reencarna en otro cuerpo, pero sí puede vivir en su descendencia. De hecho, vive en sus hijos y sus nietos. El espíritu siempre se queda acompañando a los suyos, siempre está disponible. Puedes preguntarles a tus antepasados y pedirles ayuda. Si ellos cumplieron con su misión, serán espíritus sabios que te darán guía. Si, por el contrario, no cumplieron con su misión y dejaron asuntos pendientes, tú puedes ayudarles a resolverlos al tiempo que ellos te ayudan a ti. Así, ambos cooperan, y ambos evolucionan”.
Cae la tarde y el Mamo guarda silencio. Dice que el pensamiento expansivo, el que permite hablar y compartir ideas, es un pensamiento de las horas de la mañana. La tarde se debe guardar para otras cosas. En los silencios humanos, la Sierra habla. La brisa es fuerte y fresca. La música de fondo es el rumor del río. Los pájaros deliberan.
Nosotros, occidentales, continuamos hablando, desde luego. Buscamos la leña, encendemos la hoguera y preparamos los alimentos. Todo al aire libre, debajo de un cielo tan estrellado que te hace doler el cuello. Cantamos, guardamos silencio y de repente una de nosotros dice: “Mira qué bonito”. Inmediatamente observamos el tope de la montaña que tenemos enfrente. Tres luces de color esmeralda palpitan por encima de la tierra. Se agrandan y se achican, como saludando. Una de ellas, la del centro, se eleva y desciende en un hermoso movimiento silencioso. “¡Wow!”, exclama exaltado el más asombrable del grupo. “Deben ser linternas”, argumenta una más escéptica. Pobres de nosotros, occidentales, que nos exaltamos y que dudamos.
“Para nosotros esas luces y esos seres son una realidad”, nos dice el Mamo a la mañana siguiente. “Lo vivimos como una realidad. A veces se muestran saliendo de una montaña, otras veces pasan de un cerro al otro.”. “¿Pero ustedes tienen comunicación con ellos?, preguntamos, entre curiosos y sorprendidos. “Claro. Su presencia nos da fuerza espiritual. Ellos están siempre allí y, cuando aparecen, es para mostrarnos que en realidad siguen allí, siempre, aunque no los veamos.”.
“¿Es verdad que ustedes vienen de las estrellas?”, pregunta el asombrable esoterista. “No exactamente nosotros, con este cuerpo”, responde el Mamo, con un gesto un poco burlón. “Pero la fuerza que nos rige sí viene de allá. En realidad, todo viene de las estrellas. Si supiéramos leerlas y comunicarnos con ellas, sabríamos qué hacer en cada momento, cuándo viajar, cómo cultivar, en qué momento llevar a cabo una determinada acción. Todo lo que existe aquí es porque existe allá arriba también, todo existe aquí porque existe antes allá”, concluye el Mamo.
Pasamos una noche más en Nabusímake. Dormimos en el suelo, nos bañamos en el río y cocinamos en el fuego vivo. Caminamos por los caminos de la Sierra, caminos que invitan a la poesía. Caminos que no irrumpen el espacio, sino que parecen acariciarlo, rodearlo y honrarlo. Desde luego, el mejor trayecto entre dos puntos nunca es una línea recta. Pienso en cómo la estructura de nuestros caminos determina en gran medida nuestra forma de ver el mundo. Nosotros, occidentales, queremos atraparlo todo en una cuadrícula de conceptos. Pensamos que si reducimos todo a números lo tendremos bien entendido. Los caminos de la Sierra, en cambio, invitan a la intuición, respetan el río, la piedra y el árbol.
Sentimos una profunda gratitud por estar aquí, en un espacio que no parece de esta Tierra y que, a la vez, la embellece y la enaltece hasta su máxima expresión. Parece como si alguna fuerza poderosa hubiese resguardado un modelo de equilibrio y armonía perdido ya para nuestra memoria occidental. La Sierra es como un mensaje en una botella, un mensaje que parece provenir más del futuro que del pasado.