Serie El retorno de la diosa. Segundo capítulo: yagé y apariciones de la virgen

En este segundo capítulo, Rodrigo Restrepo Ángel nos cuenta su experiencia con el yagé y las apariciones de la virgen. Lecturas del libro El retorno de la diosa.
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El taita Floro cantó su canto de pájaro de la selva. Supe, después de algunas horas bajo los efectos del yagé, que había empezado el amanecer. A pesar de que no se percibían aún los rayos del sol, el viento venía cargado de un aroma diferente. Entonces sentí que debía salir de la maloka. Era la luna nueva de marzo de 2014. La madrugada estaba totalmente estrellada. La Vía Láctea atravesaba el cielo como una mancha luminosa. Caminé por los alrededores, disfrutando de la levedad que trae la ayahuasca luego de pasar por el purgatorio de las primeras horas. Me alejé aún más de la maloka y miré al oriente. Entonces la vi: una estrella muy luminosa se alargaba y expandía de un modo que nunca había visto.
Pensé, claro, que debía tener la pupila dilatada por efecto de la planta, pero sabía que una alucinación de estas características era imposible, incluso bajo los efectos del Yagé –que, valga decir, no es un ‘alucinógeno’ sino una planta de poder-. Observé de nuevo el cielo, con cuidado, para cerciorarme de que las demás estrellas guardaran aún sus proporciones. Entonces volví a mirar al oriente. La ‘estrella’ seguía allí, quizás un poco más grande. Decidí entonces dejarme llevar por el encuentro, y ‘conectarme’ a un nivel más profundo con el astro. Entonces Ella desplegó unos brazos finos y algo parecido a una túnica se extendió a sus pies. Su cuerpo estaba formado de círculos, semicírculos y medialunas, y de su cabeza brotaba una especie de corona o sombrero apuntando al cenit. Más que una Virgen, la estrella parecía un hada.
La visión duró al menos un cuarto de hora. Desde luego, en todo momento sabía que estaba mirando a Venus, la estrella de la mañana, que en algunas épocas del año anuncia el amanecer por el oriente con un brillo ambarino y un tamaño superior al de las demás estrellas y planetas. Desde luego, la había visto ya muchas veces, pero jamás de esta manera. Estoy seguro de que mi ‘visión’ se puede explicar según las leyes de la óptica. Sin embargo, una explicación racional no puede ni podrá restarle a la experiencia su entrañable dimensión emocional e intuitiva. Sea como sea, que me sentí ‘llamado’ fuera de la maloka, y sin razón alguna miré hacia el oriente. Sea como sea, estoy completamente seguro de que vi frente a mí a una presencia femenina que emanaba rayos de luz. Como un hombre primitivo, sin buscar explicaciones, a la Diosa, justo frente a mí, y comprendí en un solo instante por qué desde los tiempos más remotos se considera a Venus una presencia sobrenatural, y por qué la Diosa de la mañana, delicada y femenina, es la anunciadora del amanecer.
Es octubre de 2007. Me encuentro en una toma de yagé al aire libre y a pleno día. Luego de beber la insufrible pócima entro en un estado profundo de introversión. Como es usual con el yagé, en mi inconsciente se abren cajones olvidados y una náusea me revuelve las entrañas. Aparecen figuras sinuosas y colores brillantes. El cuerpo adquiere un peso rotundo y siento la necesidad de acostarme. No sé cuánto tiempo transcurre, pero en algún momento, en lo profundo de mi pozo interior, tumbado en el suelo al lado de un riachuelo, escucho un susurro lejano. Imposible moverme, pero presto atención. Son voces aparentemente humanas, que se acercan. Sí, es un coro que canta –o vibra– al unísono una palabra mántrica. La palabra se hace progresivamente más clara. Siento el impulso de unirme al canto sagrado. Desde el fondo de mi pozo sale un hilo de voz tenue y quebradizo.
Debo esforzarme pero puedo mantenerme en el mantra. Lentamente me incorporo, como si subiera una montaña, a medida que repito con más firmeza la letanía. Me pongo en pie y siento que el mantra mismo me llena de impulso. Camino por los alrededores, lentamente, a veces recitando mentalmente, a veces en voz alta. Camino al ritmo del mantra. Con cada repetición siento un impulso nuevo. Con cada repetición penetro un poco más en su campo, en su sentido y en su ritmo. Comprendo desde las entrañas, de un sólo fogonazo, por qué todas las tradiciones espirituales cantan mantras y letanías. En algún momento me detengo y observo las montañas verdes en el horizonte. Detengo el mantra en mi mente –o quizás es él el que se detiene–. Me siento lleno de energía, con la cabeza en alto y los pies firmemente establecidos en la tierra. Un pájaro atraviesa el cielo a la lejos. Puedo ver cómo mueve las alas y se impulsa sereno en el viento invisible. Siento un impulso de unirme a él.
Entonces veo –aunque ver no es la palabra– unos brazos enormes que lo sostienen y lo abrazan. No los veo literalmente, pero están allí. Y no sólo abrazan al pájaro, sino a todo: a las montañas, a los árboles, al cielo y a las nubes. Tengo una certeza simple y extática: unos brazos inconmensurables abrazan a todo, todo el tiempo. Y entonces siento que me abrazan a mí también, y lloro de alegría y me pierdo en ese abrazo infinitamente íntimo y vasto.
*Rodrigo Restrepo Ángel: Músico, filósofo y periodista, Instructor de Happy Yoga Bogotá y estudiante de Un curso de milagros: rodrestrepo@gmail.com

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